sábado, febrero 11, 2017

entrada número dieciocho


Me suelo preguntar a menudo que en qué creerán las personas que me rodean. No cualquiera, sino aquellos que tengo más cerca y que creo conocer mejor. ¿Creerán en el más allá? ¿En algún tipo de dios? ¿Pensarán si hay vida en otros planetas? ¿Y que no estamos solos en el universo? ¿Creerán en las personas? Es decir, ¿en su bondad? ¿En que todos tenemos un lado bueno y uno malo? ¿Creerán en el destino? ¿En la suerte? ¿O en las casualidades? ¿Serán soñadores y vivirán pensando que todo se puede conseguir si te lo propones y luchas por ello? También me pregunto si creerán en las almas gemelas y estarán buscando la suya o, con suerte (o por casualidad o quizás gracias al destino), ya la hayan encontrado. ¿Cuántos de ellos creerán que existen los finales felices o que el karma es vengativo y 'quien a hierro mata, a hierro termina'? Me intriga saber si creen en si mismos o si desconfían hasta de su sombra. Aunque, sin duda, lo que más curiosidad me genera es tratar de averiguar cuántos de ellos no creen en nada, quiénes están tan vacíos que vagan por la vida sin alimentar el alma, sin ilusión, sin sueños, dejando tan solo que los días pasen. Por favor, quienquiera que esté leyendo esto, no seáis de este último grupo, no os dejéis arrastrar por el escepticismo. Lo digo porque yo en dos ocasiones me dejé atrapar por esas desmoralizadoras redes y, lo juro, no fue agradable.

La primera vez que dejé de creer tenía nueve años y todo fue por culpa de Padre. Era enero de mil novecientos noventa y nueve, no recuerdo si día seis o siete, pero como cada Navidad habíamos vuelto desde Gijón a nuestro hogar de la calle Sagasta número seis cuarto efe para abrir los regalos que, mágicamente y bajo demanda, nos habían dejado bajo el árbol situado frente a las ventanas del comedor, Melchor, Gaspar y Baltasar. Sí, en el final de aquellas Navidades, aquella pobre inocente yo de nueve años dejó de creer en los Reyes Magos. 

Los que tengáis la suerte de conocer a Padre sabréis que en ocasiones le invade una carga enorme de dramatismo que le lleva a tomárselo todo a la tremenda. Aquel día debió de consensuar con Madre que yo ya era lo suficientemente mayor como para seguir creyendo en los Reyes Magos y decidió que la responsabilidad de desvelarme tal secreto recaería única y exclusivamente sobre él. Ya lo dice Albert Espinosa, 'traumas de la infancia, al fin y al cabo es lo que somos cada uno de nosotros, traumas de la infancia', así que paso a relatar el trauma que llevo acarreando sobre los hombros desde aquel enero del noventa y nueve.

Yo siempre he sido una persona muy ingenua. De pequeña lo era más, ahora que soy mayor cuando quiero y me conviene, finjo que lo soy. El caso es que yo creía al cien por ciento que los Reyes Magos eran de verdad. Es más, aseguraba haberlos visto más de una noche de reyes asomarse por la puerta de la habitación de los mis güelos donde dormíamos Hermana y yo. También es verdad que siempre he tenido mucha imaginación y la gran necesidad de ser más lista que nadie. El hecho es que yo me creía aquello de los camellos y dar la vuelta al mundo con un fervor religioso.

Aquel curso en el colegio recuerdo que hubo más de una compañera resabiada y adelantada a su tiempo que decidió que su misión en el mundo era romperle las ilusiones a los demás y que empezó a soltar entre los más inocentes el tan temido rumor de que ¡los reyes son los padres! Yo llegaba a casa indignada y le decía a Madre: '¡Mamá, Coral ha dicho que los reyes no existen, que son los padres! Pero es que eso es imposible, ¿cómo vais a ser vosotros?' Y Madre, protectora ella como siempre, me decía: '¡Cris, tú no hagas ni caso!' Más diez puntos para mi ingenuidad y para que el tortazo de la desilusión me golpease más fuerte. (Años después, Hermana le hizo la misma pregunta que yo y su respuesta fue: '¡pues sí hija, sí!'. Pero Hermana siempre ha sido más realista y sensata que yo).

Volviendo a aquel seis o siete de enero del noventa y nueve, habíamos abierto todos nuestros correspondientes regalos y todo había quedado recogido como si allí no hubiese habido una vorágine de bolsas y papel de regalo (en casa siempre hemos recibido instrucciones militares sobre la importancia del orden y concierto), cuando Padre me llamó. Entré en el salón y me hizo sentar en uno de aquellos sofás que por aquel entonces estaban forrados de una tela de color salmón y rayitas azules. El salón estaba iluminado solo por una lámpara de mesa colocada, valga la redundancia, en la mesa situada en el lado del sofá donde siempre se sentaba Padre. Puede que también estuviese la televisión encendida, pero sin volumen. En aquel ambiente enrarecido y poco iluminado, Padre accionó la siguiente bomba de relojería: 'Cris, todo esto que ves (señaló la mesa del comedor donde solíamos dejar los regalos alineados en una cuadrícula imaginaria una vez abiertos), esta tradición, los preparativos, todo, no es más que producto de tu imaginación. Esa magia en la que tú crees y que envuelve todo esto, no es más que producto de tu imaginación.' No sé si fueron las palabras exactas, pero en aquel instante se me rompió el corazón porque entendí que aquello que decía Coral en el colegio era verdad.

Me acuerdo que lloré mucho porque por primera vez en mi vida sentí un vacío enorme dentro de mi. No entendía nada, se me habían roto todos mis esquemas. ¿En qué iba a creer yo ahora? Me encontré totalmente perdida. Durante las semanas siguientes tuve muchas pesadillas y me planteaba cosas que me daban miedo. Recuerdo que una noche me desperté angustiada porque por primera vez tuve consciencia de la muerte y de que yo algún día iba a desaparecer para siempre. Aquello me dejó significativamente tocada del ala y empecé a alejarme de aquella ingenuidad infantil para volverme un poco más realista.

Sería injusto afirmar que aquel día Padre me rompió el corazón. Él solo me asestó un bofetón de realidad y ya me ocupé yo de desencadenar todo lo demás. Como acostumbran a decir los simplistas, 'el tiempo lo cura todo', y con los años olvidé un poco aquel trauma y volví a creer en la magia y la ilusión. Ya he comentado antes que siempre he sido muy ingenua. Aunque para ser sincera, todas las Navidades viajo a aquel salón de mi hogar en Pontevedra y comprendo por qué no me gustan nada esas fechas.

Dieciocho años y algunos meses después volví a dejar de creer. Esta vez fue por culpa de un entorpecido pasajero que decidió bajarse sin previo aviso de este viaje que es mi vida. El escenario también lo recuerdo enrarecido y poco iluminado, aunque en vez de en el salón de mi casa estaba en un coche. También explotó una bomba de artillería y se me grabaron a fuego unas palabras mágicas, pero no me apetece recrearme mucho en ello. Solo diré que aquel día no dejé de creer en los Reyes Magos, pero sí en el amor. Que me llamen dramática, pero la sensación de vacío fue la misma. Me encontré durante un tiempo tan desorientada, con todos mis esquemas tirados y pisoteados por los suelos. El amor esta vez no eran los padres, pero era la misma mentira. Me sentía igual de engañada que durante todos esos años en los que creía que tres personas me traían regalos solo porque había sido buena. Fue horrible.

Y digo fue, porque entonces llegó Padre de nuevo, pero esta vez para salvarme. Día a día, palabra a palabra, se esforzó sin descanso para que saliese de ese pozo de escepticismo en el que había caído y el día que me dijo 'Cris, ¿no lo ves? Alguien ha ganado la lotería gracias a esto pero aún no lo sabe' volví a creer.

Y seguiré defendiendo la magia.
Y seguiré defendiendo el amor; el amor romántico, el paternal, el de Hermana, el incondicional de mi perro, el de los amigos y el que haga falta, contra viento y marea.

Y escucharé siempre a Padre. Porque Padre es un enamorado de la vida, defensor de la magia, es soñador y lo vive siempre todo con ilusión (a veces con intensidad dramática). Y sé que mientras Padre esté a mi lado, no dejaré nunca de creer en el amor y mucho menos en la magia. Pero por encima de todas las cosas, sé que gracias a Padre, nunca dejaré de creer en mi misma y jamás volveré a pensar que yo no me merezca mi final feliz.

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