domingo, enero 29, 2017

entrada número catorce

Hay parejas que se quieren mucho, muchísimo, de forma irracional, apasionada, sensual, erótica. Se quieren a todas horas del día, se quieren intensamente los fines de semana, pero cuando más se quieren, más que en ningún otro momento, es en el vagón de Metro de Madrid a las nueve de la mañana.

El lunes pasado entré en un vagón aleatorio del Metro contigo. Línea 10. Dirección Alonso Martínez. Nos apoyamos contra la barra central del vagón y nos morreamos acaloradamente. Ajenos a la realidad no notábamos cómo los escandalizados y soñolientos viajeros clavaban sus inquisidoras miradas sobre nosotros. Nos morreábamos sin control, sin sentido alguno. Tú masticabas chicle. De hierbabuena. Tu mano derecha se deslizaba tímida y peligrosamente desde la parte superior de mi espalda hasta mi cintura. En un alarde de puro romanticismo separaste tus fauces de las mías y me soltaste un '¡Cómo molas, tía!' enfatizado por un mascamiento intenso de chicle y un ruido pastoso. El horror. Decidí olvidarlo, no juzgarte y con una sonrisa tímida insinué que prefería que nos siguiésemos morreando. Lo captaste al instante, me agarraste entre tus brazos y con tu pierna derecha me separaste las piernas. Sutil. Dejé volar a mi mente y sin darnos ni cuenta, los dos nos entregamos al morreo continuo y yo diría que insultante. 

Cegada por la intensidad del momento y retenida por tu cuerpo, no pude ver cómo un pobre infeliz entraba en el vagón y receloso decidía agarrarse a la barra central que habíamos hecho nuestra. Cuando el vagón arrancó, se aceleró también la pasión y apretamos más nuestros cuerpos, dejando atrapada contra la barra la mullida mano de aquel pobre infeliz. Nos daba igual, compartíamos aquel momento totalmente obnubilados, sincronizados, aumentábamos el ritmo y no pensábamos en parar. Tu mano decidió bajar más y primero tocar con retraimiento, para después aferrar con lujuria, mis cachas. Mi culo, vamos. Yo hice lo propio, no se pueden desaprovechar tales ocasiones. Sabía que a esas alturas todo el vagón estaría ya mirándonos de reojo, algunos incómodos, otro lascivos, la mayoría ofendidos por verse obligados a asistir a tal demostración de frenesí. Imagino que llegarían a sus destinos deseosos por compartir lo que acababan de ver y aprovechando la ocasión para hacer humildes apreciaciones sobre la cada vez más insolente juventud y su falta de respeto hacia los demás. Me daba igual. Estábamos totalmente abstraídos, hipnotizados, ensimismados el uno en el otro. Nos habíamos olvidado de nosotros mismos. Para mí sólo existías tú en aquel vagón de metro, tu boca, tu lengua apresando la mía. Tu morreo incesante me tenía tan enganchada que me costaba respirar. Quise separarme sólo unos segundos para coger aire y poder seguir con nuestra práctica, y al separar mi boca de la tuya abrí vagamente los ojos y la vi.

Una chica. Alta. Delgada. Rubia. No, no, morena. Bueno no sé. Se apoyaba contra la pared del vagón próxima a las puertas. Toda de negro, vestida con solemne elegancia. Llevaba auriculares blancos, supongo que iría escuchando música. Clavaba su mirada de forma directa y sincera sobre nosotros dos, no se preocupaba por disimular. ¡Descarada! Nos examinaba con curiosidad y de vez en cuando se ponía a escribir en un cuaderno pequeño de color verde lima. Yo seguía morreándote, pero mi concentración ahora recaía en aquella chica y en tratar de averiguar por qué tanta fijación en nuestro inocente morreo. Parecía envidiosa, aunque a veces nos miraba con asco. Anotó algo más y al volver a subir la mirada, vi anhelo en sus ojos. ¿O mucho susto? Sí, creo que era sustito en el cuerpo por si se veía alguna (otra) vez cegada por algo así. 

Mi trayecto, y por tanto nuestro ardiente morreo, llegaba a su fin. Así que me olvidé de aquella chica y me concentré en rematar nuestro lingüístico ejercicio por todo lo alto. Fue sonoro y estridente, ¡si yo hubiese estado sentada en aquel vagón me habría parecido tan irritante! Me solté y me despedí de tus encantos.

Mientras salía del vagón, miré por última vez a aquella chica y con aires de superioridad y sabiéndola recelosa de mi, le lancé un ¡Desinhíbete, amargada!, dejando que las puertas se cerrasen tras de mí, abandonando allí la pasión y enfilando el andén para afrontar con firmeza el día, la semana, mi vida.

jueves, enero 26, 2017

entrada número doce (más uno)

Soñé
que soñabas 
que soñaba contigo.

Soñé
que te estremecías 
cuando en sueños me estremecía contigo.

Soñé
que alargabas los brazos
ansiando que tocabas los míos.

Soñé
que soñabas
que amanecía contigo
que te besaba la cara
y acariciaba tu ombligo.

Soñé
que soñabas
que el tiempo volvía
que llenaba el vacío
y me abrazabas
y susurrabas que no me soltase
y que por favor no te olvidase.

Soñé
que soñabas
que soñaba contigo.

Me suplicabas que me quedase a vivir allí
que no me despertase.


'Tengo que marcharme, es mejor así'
'Prométeme que serás feliz'
'Te lo prometo'

Soñé 
que soñabas
que me despertaba
y te olvidaba.

Soñé
que llorabas
y te aferrabas al recuerdo
y no me soltabas.

Soñé
que soñabas
que soñaba contigo.

Soñé.

Soñé...
Soñé...

Y me desperté
y te olvidé
y no lloré.

Pero no lo soñé.

martes, enero 24, 2017

entrada número doce

¡Felicidades!

He decidido hacerte un buen regalo. Desprender todo de la piel y entregártelo a ti. Y he elegido precisamente el día de hoy porque supongo que hace un año no significaba nada para ti, en cambio hoy por fin tienes algo que celebrar. ¡Felicidades! O ¡enhorabuena! Lo conseguiste, ¿no? Tejiste tu telaraña como una experimentada phoneutria y atrapaste a tu presa. 

Como supongo que estarás conociendo y disfrutando de los quince mil (muchos me parecen, no creo que llegasen a mil) encantos que te pueda ofrecer ahora, mi regalo quiere ir un poco más allá y darte un avance para cuando lleguen los desencantos (porque aunque ahora ni te lo plantees, los conocerás; están presentes en una capa más profunda de la piel, todos los disimulamos y tratamos de ocultarlos el mayor tiempo posible).

No pretendo perturbar tu paz actual, solo quiero deshacerme de todo esto que ahora me pesa mucho a la espalda y que ya no necesito. Tampoco pretendo darte lecciones. Tu ya sabrás como funcionan las cosas, habrás tenido otras relaciones y sabrás como enfrentarte a ellas. Pero como supongo que si causaste lo que causaste fue con la intención de que esta vez fuese para siempre (espero, ¿no? ¿sino de que habrán servido todos los daños que dejaste a tu paso?), he decidido hacerte este regalo.

Desconozco cómo será tu lucha. Yo la mía la perdí en la batalla final, pero puedo afirmar orgullosa que gané muchas otras antes.

Gané la batalla a la paciencia, al desorden o a la a veces dejadez por la falta de iniciativa.
Gané la batalla a no ser escuchada, o escuchada a medias, porque había alguna distracción absurda o más importante que eclipsaba lo que yo tenía que contar.
Gané la batalla a saber callarme cuando contaba algo que creía conocedor, aún yo siendo consciente de que se estaba equivocando. Hay quien no soporta que le lleven la contraria.
Gané la batalla a ser juzgada por mis excentricidades, por mi estilo, a veces atípico, incluso al vestir.
Gané la batalla a no ser siempre la prioridad, al cariño con fecha de caducidad y a ser quien claudicaba en cada enfrentamiento.
Gané la batalla incluso a los ruidos, aunque aquí hice trampa y muchas veces me tapaba los oídos. No sé si te lo recomiendo, probablemente fue lo que me impidió oír los gritos al final.
Gané la batalla a entender, a escuchar, a dar la razón, a ceder, a ayudar siempre, a volcarme en todo, a ver más allá de la piel. 

Te creerás conocedora de todo de él, pero, créeme, la batalla más difícil es la final, esa en la que tienes que averiguar quién es realmente esa persona. Y esa la perdí. Creía ir con ventaja, creía estar cerca de saber quién era. Pero me atacaron por sorpresa y la derrota fue apabullante. La frialdad, la indiferencia y la facilidad para olvidar son armas de doble filo que se pueden tener escondidas durante muchos años.

Espero que tengas más suerte que yo. De cómo perdí esa batalla no pienso regalarte ningún detalle, no dejaré que juegues con ventaja. Sé capaz de ganar todas las anteriores y enfréntate a la final con todas tus armas. Veremos si tienes suerte, todavía soy escéptica a creer que dos personas que lo corrompen todo y dejan tantos destrozos detrás puedan tenerla de su parte.

Me hubiese gustado guardar todo esto en una caja con un bonito envoltorio y un lazo rojo y haberte hecho entrega de ello en mano. Pero me conformo con dejarlo aquí, más que escrito, sangrado, ya ni siquiera llorado.

Y ahora, sopla las velas, aunque hoy no sean las tuyas. Y pide un deseo, si quieres. Aunque ya te digo yo que es mentira, que aunque cierres los ojos, te concentres y pienses muy muy fuerte, hay algunos que, por suerte, no se cumplen.

sábado, enero 21, 2017

entrada número once



Volví 'á terra onde rompe o mar'. 

El viernes trece de enero cogí el coche y decidida, me dispuse a sumar kilómetros al contador con un único objetivo: reconciliarme con Galicia. Al llegar a la encrucijada del kilómetro doscientos sesenta y siete, sorprendentemente y contra todo pronóstico, esta vez tomé el camino de la izquierda y me dirigí a A Coruña. Dicen que 'al lugar donde has sido feliz, no debieras tratar de volver'. Así que esta vez cambié de rumbo y me aventuré a coñecer las Rías Altas.

A Coruña me recibe de noche, lluviosa y húmeda, pero nada más verme me abraza y me sonríe. Me coge el equipaje (ligero, esta vez nada más que para unas horas) y en unos segundos me hace sentir como en casa. Se desvive en hospitalidad y amabilidad, en intentar, con éxito, hacerme sentir muy bien. Todo me resulta agradable y me animo a participar en las conversaciones, a escuchar. Me siento a gusto. 

Salgo a pasear por la Rúa Compostela y aunque llueva, no llevo paraguas, siempre los odié. Hoy la lluvia es fina y no cala, y además voy bien protegida. Al llegar al final de la calle, giro a la izquierda y camino al lado de los Xardíns de Méndez Núñez. Sé que a la derecha está el mar, hoy no lo huelo, ni lo escucho y como es de noche, tampoco lo veo. Pero sé que está cerca, a pocos metros y eso me da serenidad. Pronto llego a la Rúa Estrella y entiendo por qué la gente puede ser feliz allí. Gente. Mucha gente. Grupos de amigos, familias, parejas, chico solitario y misterioso con su perro. Todos ríen, hablan animados, comparten cervezas, vinos. 'En Coruña siempre hay ambientazo', me dicen. 'Ya lo veo, ya. Me gusta'.

La cena es agradable. La noche es agradable. Aunque cada vez llueva con más fuerza y al salir de cenar sí tenga que refugiarme debajo de un paraguas ajeno. Vuelvo por el mismo camino de antes, pensando en por qué me atraerá tanto esta ciudad. Esa noche escribo antes de dormir y por primera vez en mucho tiempo, duermo bien y del tirón.

De día todo mejora. A Coruña me da los buenos días con un sol espléndido y contemplo la ciudad a través de aquella galería desde aquel ático familiar y acogedor. Y durante unos segundos soy alguien completamente en paz. El silencio, la luz intensa, el orden, la pulcritud. El color blanco y el desayuno en la mesa. Todo me transmite una calma a la que me quiero aferrar para siempre.

Vuelvo a pasear por la Rúa Compostela. Observo a la gente, animada, habladora. Y me encuentro bien, hasta el acento gallego me hace sonreír. Entro en las tiendas, veo perros, muchos perros. Hace sol pero a veces llueve. Y a nadie le importa, nadie se queja ni huye a su casa.

Al mediodía me tengo que marchar. Cojo el coche otra vez y deshago los kilómetros que me habían llevado hasta allí hace solo unas horas. Y cuando enfilo las imponentes y verdes montañas, miro por el retrovisor y pienso nostálgica que algún día volveré para vivir allí.

Durante todo el viaje de vuelta escucho Città Vuota en incansable repeat. Y dejo volar la imaginación. 

Me imagino mi casa, un ático pequeño de dos habitaciones, salón, cocina y baño. ¿Para qué quiero más? Es fundamental que el salón tenga vistas al mar, aunque sea a lo lejos, pero que pueda ver desde el sofá esa línea imaginaria que lo separa del cielo. A la derecha se intuirá la Torre de Hércules, para guiarme en las noches que sean oscuras. Suelos de madera envejecida, de las que crujen. No importa porque allí no llegarán los fantasmas. Baldosas hidráulicas en la cocina y el baño, paredes blancas, techos muy altos con molduras elegantes dibujando el perímetro de las estancias. Y balconeras de madera, que entre el frío si le da la gana. Ya cerraré yo los fraileros acuartelados y subiré la calefacción para que los radiadores blancos de hierro fundido calienten el hogar. No habrá persianas ni cortinas, que la luz entre en todo su esplendor. En una habitación, mi cama, grande, para dormir en diagonal y blanca impoluta, para que no perturbe la armonía del hogar la mayoría de días en los que decida no hacerla. Y en la otra, las ideas. Mis libros, mis cuadernos, mis historias, todo aquello que vaya recopilando y que haga crecer mi inspiración. Ah, y un sofá cama con toallas blancas preparadas encima para cuando vengan las visitas de Madre, Padre, Hermana, Lukas, los amigos, las amigas. 

Con suerte tendré perro y le pasearé tres veces al día. Correremos por Riazor y conoceremos a chicos misteriosos e interesantes y a sus perros. No pasará mucho tiempo solo, porque trabajaré cerca del hogar. O quizás desde el hogar. Pero seguro que iré andando, parando a tomar café en alguna cafetería que esté animada. Y volveré a casa a comer, pasando primero por el Mercado en un esfuerzo por comer sano. 

Mi vecina será una señora mayor pero joven, viuda pero feliz. Su hijo vive fuera y viene poco a verla. Así que en ella buscaré la figura maternal que me hará falta. Ella me hará comida casera y yo la acompañaré los viernes por la noche y veremos películas en blanco y negro en su sofá y tapadas con manta de pelo sintético. Y me contará historias, de sus nietos, de su marido, de todos los amores de su vida.

Y pasearé, mucho. Por sus callejones, por sus plazas, por la playa, cruzándome con desconocidos, mirándoles con curiosidad. Quién sabe cuál de ellos podría dejar de serlo para convertirse, esta vez sí, en mi auténtico faro de guía.


A Coruña. catorce de enero de dos mil diecisiete. 3.07 am


martes, enero 17, 2017

entrada número diez

Llevaba varios meses afectada por continuas parasomnias por motivos que no llego a tener claros y que tampoco acontecen ahora. Las parasomnias se pueden activar en algunas personas por diversas causas que guardan algo en común: la persona afectada se encuentra trastornada, traumatizada por alguna experiencia reciente que afecta de pleno a su calidad del sueño. Las parasomnias desencadenan una serie de trastornos en la, a primera vista, sencilla tarea de dedicarte a dormir plácidamente y soñar con cosas bonitas.

Todo comenzó con los terrores nocturnos. Fueron noches dramáticas en las que me despertaba gritando, apresada por un pánico irracional. El episodio duraba unos minutos y concluía con una calma desconcertante debida al agotamiento. Caía nuevamente dormida y al día siguiente olvidaba todo lo ocurrido, experimentando una amnesia que me dejaba francamente aterrorizada. Quienes compartían el hogar conmigo me contaban hechos que yo no conseguía recordar, frases que salían de mi boca carentes de sentido o mensaje alguno y que revelaban un auténtico calvario que mi subconsciente estaba viviendo. Yo sentía aquello como algo ajeno a mi, como si alguien más habitase mi cuerpo y la bestia despertase por las noches.

Los terrores nocturnos continuaron durante semanas. Despertaba extasiada y arrastraba un cansancio apático durante todo el día, sumado a esa inquietud por saber quién protagonizaba mis noches, si yo no era capaz de recordar nada.

La parasomnia siguió actuando en mis intentos por conciliar el sueño y ser alguien en paz. Y así se inició una nueva etapa que ha generado el motivo por el cual hoy haya decidido compartir los escalofriantes acontecimientos que presencié hace cinco noches. Sólo cerca de un cuatro por ciento de los adultos son sonámbulos y, si sois lo bastante inteligentes, sabréis ya que pertenezco a tan prestigioso grupo.

Al principio mis paseos nocturnos eran breves, tímidos. Un vago reconocimiento del terreno que poco a poco me hizo coger confianza hasta que empezaron a ser notorios para el resto de habitantes de mi casa. Como yo madrugo y a penas empleo más de veinte minutos en casa antes de salir al trabajo, no tenía nunca la oportunidad de analizar y, sobre todo, digerir, los cambios que se producían en mi casa durante las horas en las que supuestamente todos descansamos bajo el nórdico. Tenía que volver a casa al final del día para que me informasen que la noche anterior, por poner un ejemplo, había sacado toda la ropa de abrigo del armario del pasillo y la había colocado ordenada de forma cromática sobre la mesa del comedor, o que había decidido meter todas las plantas de la terraza en la bañera y después las había puesto a remojo. Todas las noches me relataban los acontecimientos que habían tenido lugar la madrugada anterior, y yo solo podía escuchar totalmente desconcertada por ser incapaz de recordar absolutamente nada de nada. Mis tareas del hogar nocturnas se convirtieron en el entretenimiento familiar del momento. Madre y Hermana hacían turnos a deshora para presenciar entusiasmadas mi show nocturno. Durante semanas demostré mi continuo esfuerzo y dedicación a las tareas del hogar. Desempeñaba concienzudamente mi misión y me volvía a la cama. Hermana y Madre, mientras tanto, me animaban a completar mi tarea sin participar en ella y yo no establecía ningún tipo de comunicación con ninguna de ellas. Me había convertido en una especie de autómata, trabajadora y muy bien organizada. Mis fieles seguidoras nocturnas se acabaron cansando de mi y decidieron que lo mejor era dejarme sola. Llegamos a la conclusión de que alguna misión tenía que cumplir y hasta que no averiguase qué era, mi yo sonámbulo no desaparecería, por fin, para siempre.

Así que seguí dando paseos nocturnos cada noche, reordenándolo todo pero sin conseguir recordar nada al día siguiente. Hasta que hace cinco días, los acontecimientos dieron un giro de ciento ochenta grados. Mientras trabajaba aquella mañana de viernes como cualquier otro día, repentinamente entré en trance y lo recordé todo. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo y me paralicé durante unos segundos. Aquello que acaba de recordar tenía que ser imposible, ya que carecía de sentido alguno. Rápidamente lo escribí todo en un papel para después olvidarlo de golpe. El episodio vivido aquel jueves de madrugada estaba en blanco en mi mente, pero había quedado plasmado con letra temblorosa en un triste folio.

Los hechos que paso a relatar a continuación no son ficción. Advierto que podrían atacar a vuestros más ocultos temores y activar episodios noctámbulos de los que no podréis escapar fácilmente. Si seguís leyendo, sed totalmente conscientes y responsables de vuestra decisión.

2.39 am
Casi la hora demoníaca. Abro los ojos y salto de la cama. Piso la tarima de madera y no me pongo las zapatillas. Mis pies están fríos, pero el suelo es cálido. Camino directa al salón a realizar la tarea nocturna correspondiente, pues algo o alguien o qué se yo, había hecho que me levantase sabiendo perfectamente a dónde tenía que dirigirme. Fuera caía una helada monumental, los cristales de las ventanas correderas del salón se habían empañado y un denso vaho me impedía ver lo que había al otro lado. Así que cogí un trapo, me subí al sofá y empecé a limpiar de arriba a abajo. No me preguntéis cómo, pero pasando el trapo conseguía que el vaho exterior fuese desapareciendo. 
Y, de repente, lo vi. Un ente difuso apareció delante de mi. Distinguí lo que parecía ser una forma humana, incluso me pareció que sus rasgos faciales me resultaban familiares. Hipnotizada por aquella figura y concentrada en averiguar quién podría ser, no me percaté que el ente empezó a moverse de forma lánguida y pausada. Con lo que me pareció un dedo índice, empezó a dibujar sobre el cristal. Y ante mis ojos, surgió una H mayúscula. Lo primero que pensé es que el ente completaría la palabra y mi ingenuidad me dijo que probablemente escribiría 'Hola' a modo de amistosa presentación. Pasaron unos segundos más que admisibles y el ente no se movió. La incertidumbre me mataba, así que decidí concederle unos segundos más de cortesía. Pero, como era de esperar, se mantuvo impasible, hastiado, sin un ápice de intención alguna. Sorprendida y asustada, me di cuenta de que me hallaba ante el primer episodio para(a)normal de mi corta vida. Supuse que aquello podría ser un acertijo, un juego o quizás una prueba que me estaba poniendo el ente, llamémoslo a partir de ahora, ente para(a)normal. Mi cabeza empezó a funcionar a velocidad espacial. ¿Qué me quería decir con H? ¿El ente para(a)normal tendría Hambre? A lo mejor le apetecía una Hamburguesa. No, no. Igual era violento y me estaba amenazando con darme una Hostia. O puede que me estuviese suplicando que por favor le diese yo a él una con la mano bien abierta y le liberase de tremenda situación. ¿H? ¿I, J, K? ¿Qué, por dios? ¿Me insultaba? ¿H de Hijaputina? ¿De tengo los Huevos muy gordos por plantarme aquí delante tuya mientras limpias concienzudamente? No entendía nada, y el ente para(a)normal no mostraba signos de sangre en sus venas. Así que decidí abstraerme y seguir con mi tarea nocturna. Continué limpia que te limpia mientras una canción se atravesó en mi cabeza y empecé a tararear 'Había una vez un circoooo que alegraba siempre el corazón...' Aquella situación si que era propia del circo, pero de los Horrores. Pero al menos la canción me ponía contenta y amenizaba mi tarea. Lo primero que intenté fue borrar la H, pero cada vez que lo hacía el ente para(a)normal volvía a repasar los trazos. Así no iba a terminar nunca de limpiar aquellos cristales ni podría volver a la cama. Decidí ignorar al ente para(a)normal y me centré en mi tarea nocturna. Seguí limpiando, tarareando feliz 'paaaaasen a ver el circooooo...' y conseguí terminar mi misión. La música y el ritmo acompasado que había llevado mientras repasaba los cristales me habían llenado de creatividad, y en un alarde de inspiración (y ante lo pasmada que me estaba dejando lo mudo que se había quedado el ente para(a)normal), solté unos espontáneos versos y me dispuse a irme a la cama:

'la H es muda
y tú un cretino'

...

Aquí concluye este desconcertante episodio. He de admitir que después del trance seguía confusa y bastante incrédula. Si bien por primera vez era capaz de recordar uno de mis viajes noctámbulos, no entendía por qué precisamente aquel. Si había sido algo absurdo, un sinsentido tras otro. Mi vida había continuado de forma regular como cualquier otro día. ¿Y si en el fondo me lo había imaginado? 

Llegué aquella tarde a mi casa y lentamente me acerqué a las ventanas del salón. Desde lejos parecía que todo estaba normal, que allí no había pasado nada. Pero agudicé la vista, pegué casi la frente al cristal, y joder, allí estaba la puñetera H mayúscula.

Pues vale.

jueves, enero 12, 2017

entrada número nueve


Pienso en ti. 
Anoche, segundos antes de caer dormida.
Esta mañana, nada más despertar, como siempre, has ocupado mi primer pensamiento del día.
Y, una vez más, has sido el protagonista de mis sueños.

¿Cómo no voy a pensar en ti a todas horas? Si no dejo de buscarte entre la gente, de imaginarte, de tratar de interceptar alguna señal que me haga ir hacia ti.

No dejo de preguntarme dónde estarás
                                              qué harás
                                                    con quién estarás.

Y lo que más me intriga, ¿tú también me estarás buscando? ¿Piensas en mi?

Camino con la cabeza alta, concentrada en dar con tus señales y saber interpretarlas. Te busco a ti. Quiero saber de ti. Reproduzco una y otra vez nuestro encuentro, aunque el escenario es incierto. No sé si estaremos solos o lo compartiremos con alguien. No sé si tendré miedo y desconfiaré de ti o si seré capaz de ofrecerte de golpe todo lo mejor de mi.

Será emocionante, porque cuando llegues no tendré que pedirte que por favor no te vayas, ni que por favor me trates bien. A ti, no. Te prometo que seremos felices, que nos divertiremos y lo compartiremos todo. Te advierto que habrá situaciones que nos tentarán a tirar la toalla. No lo hagas, yo no soy de las que se rinden y prometo intentarlo siempre, hasta el final. 

No me importa lo que tardes en llegar, te estoy esperando. Aunque mientras tanto esté distraída con otras cosas, otras personas, recibiendo señales fallidas, equivocándome como ya lo he hecho anteriormente. Persistiré, te lo juro. Como ya te he dicho, no soy de las que se rinden.

Te lo repito, seremos felices, ya lo verás. Así que respira, tranquilo. Sigue con lo que estés haciendo, con quien estés compartiendo ahora tu vida. Reúne historias, anécdotas, invéntate las que quieras, llénate de imaginación /es lo que más me gusta/. Aprende, aprende mucho, de todo un poco. Ya tendremos tiempo de enseñárnoslo todo. 

Te busco a ti, desconocido. Ya queda un día menos para, por fin, encontrarnos.

domingo, enero 08, 2017

entrada número ocho


Debería estar completamente prohibido hacer viajes al pasado. 

¿De qué sirve recordar? si normalmente cuando vuelves al presente te sientes mal. Mal por recordar buenos momentos que ya nunca volverán; mal por revivir sentimientos que te revuelven las entrañas y te dan ganas de vomitar.

¿De qué sirve recordar? ¿Por qué tenemos memoria? ¿Por qué un gesto, un sonido, un olor consigue trasladarnos en cuestión de segundos a ese estercolero de recuerdos que no queremos desenterrar? ¿Es para torturarnos, para hacernos sonreír tristemente? ¿Es por confirmarnos que nada, nunca, volverá a ser como antes, ni para bien ni para mal?

¿De qué sirve recordar? ¿Qué credibilidad tienen esos recuerdos? ¿Con quién los contrastamos? ¿A quién acudimos para confirmar nuestra versión de los hechos, si por lo general los protagonistas del recuerdo ya no forman parte de nuestro presente?

¿De qué sirve recordar? ¿Para darnos cuenta de todo lo que hemos aprendido, de cuánto hemos cambiado, de lo que hemos desechado y de lo que hemos decidido conversar? ¿Por qué a veces bloqueamos los recuerdos que más nos duelen? ¿Para protegernos? ¿De qué? ¿De algo que ya no existe, que ya fue, que ya no es tangible?

Qué son los recuerdos, sino latigazos en el estómago que desencadenan una montaña rusa de emociones que nos revuelven y lo descolocan todo en poco segundos. Aparecen cuando más desprevenida estás, suena música, te pones a bailar y ese movimiento inconsciente que haces de repente te recuerda a un movimiento suyo y de pronto te encuentras tú sola viendo la película de tu vida, ahí, rodeada de gente. Y tienes que disimular, que nadie note que acabas de decidir viajar al pasado porque ya se sabe que al volver uno se siente mal. Y tú ya no te permites sentirte mal, o por lo menos no dejas que nadie lo sepa.

No sirve de nada recordar. No es más que un momento de flaqueza en nuestro presente. Cuando bajamos la guardia, aparece un latigazo y nos azota con un recuerdo absurdo, muerto, inútil ya.

Voy a crear nuevos recuerdos para sustituir a esos que me duelen ahora. Probablemente los nuevos también me dolerán más adelante, pero ¿y qué? Es mi método de defensa. Tiraré a la basura lo que duela y generaré nuevos lugares a los que viajar. Crearé un escudo infranqueable y no permitiré que los recuerdos me hagan viajar a sus anchas, si tengo que hacerlo, decidiré yo cual será el destino. 

Haré menos viajes al lugar donde habitan mis recuerdos. Mi presente vale mucho más que todo aquello que una vez me acompañó y que ahora forma parte del olvido, del adiós, de la n a d a.


El pasado es la n a d a,
               no es real,
               no existe, 

               ¿qué es? ¿dónde es? 
                                           ¿es?




(p.d. todas las preguntas son retóricas. no creo que nadie pueda tener la respuesta que yo busco a ninguna de ellas)