Hay parejas que se quieren mucho, muchísimo, de forma irracional, apasionada, sensual, erótica. Se quieren a todas horas del día, se quieren intensamente los fines de semana, pero cuando más se quieren, más que en ningún otro momento, es en el vagón de Metro de Madrid a las nueve de la mañana.
El lunes pasado entré en un vagón aleatorio del Metro contigo. Línea 10. Dirección Alonso Martínez. Nos apoyamos contra la barra central del vagón y nos morreamos acaloradamente. Ajenos a la realidad no notábamos cómo los escandalizados y soñolientos viajeros clavaban sus inquisidoras miradas sobre nosotros. Nos morreábamos sin control, sin sentido alguno. Tú masticabas chicle. De hierbabuena. Tu mano derecha se deslizaba tímida y peligrosamente desde la parte superior de mi espalda hasta mi cintura. En un alarde de puro romanticismo separaste tus fauces de las mías y me soltaste un '¡Cómo molas, tía!' enfatizado por un mascamiento intenso de chicle y un ruido pastoso. El horror. Decidí olvidarlo, no juzgarte y con una sonrisa tímida insinué que prefería que nos siguiésemos morreando. Lo captaste al instante, me agarraste entre tus brazos y con tu pierna derecha me separaste las piernas. Sutil. Dejé volar a mi mente y sin darnos ni cuenta, los dos nos entregamos al morreo continuo y yo diría que insultante.
Cegada por la intensidad del momento y retenida por tu cuerpo, no pude ver cómo un pobre infeliz entraba en el vagón y receloso decidía agarrarse a la barra central que habíamos hecho nuestra. Cuando el vagón arrancó, se aceleró también la pasión y apretamos más nuestros cuerpos, dejando atrapada contra la barra la mullida mano de aquel pobre infeliz. Nos daba igual, compartíamos aquel momento totalmente obnubilados, sincronizados, aumentábamos el ritmo y no pensábamos en parar. Tu mano decidió bajar más y primero tocar con retraimiento, para después aferrar con lujuria, mis cachas. Mi culo, vamos. Yo hice lo propio, no se pueden desaprovechar tales ocasiones. Sabía que a esas alturas todo el vagón estaría ya mirándonos de reojo, algunos incómodos, otro lascivos, la mayoría ofendidos por verse obligados a asistir a tal demostración de frenesí. Imagino que llegarían a sus destinos deseosos por compartir lo que acababan de ver y aprovechando la ocasión para hacer humildes apreciaciones sobre la cada vez más insolente juventud y su falta de respeto hacia los demás. Me daba igual. Estábamos totalmente abstraídos, hipnotizados, ensimismados el uno en el otro. Nos habíamos olvidado de nosotros mismos. Para mí sólo existías tú en aquel vagón de metro, tu boca, tu lengua apresando la mía. Tu morreo incesante me tenía tan enganchada que me costaba respirar. Quise separarme sólo unos segundos para coger aire y poder seguir con nuestra práctica, y al separar mi boca de la tuya abrí vagamente los ojos y la vi.
Una chica. Alta. Delgada. Rubia. No, no, morena. Bueno no sé. Se apoyaba contra la pared del vagón próxima a las puertas. Toda de negro, vestida con solemne elegancia. Llevaba auriculares blancos, supongo que iría escuchando música. Clavaba su mirada de forma directa y sincera sobre nosotros dos, no se preocupaba por disimular. ¡Descarada! Nos examinaba con curiosidad y de vez en cuando se ponía a escribir en un cuaderno pequeño de color verde lima. Yo seguía morreándote, pero mi concentración ahora recaía en aquella chica y en tratar de averiguar por qué tanta fijación en nuestro inocente morreo. Parecía envidiosa, aunque a veces nos miraba con asco. Anotó algo más y al volver a subir la mirada, vi anhelo en sus ojos. ¿O mucho susto? Sí, creo que era sustito en el cuerpo por si se veía alguna (otra) vez cegada por algo así.
Mi trayecto, y por tanto nuestro ardiente morreo, llegaba a su fin. Así que me olvidé de aquella chica y me concentré en rematar nuestro lingüístico ejercicio por todo lo alto. Fue sonoro y estridente, ¡si yo hubiese estado sentada en aquel vagón me habría parecido tan irritante! Me solté y me despedí de tus encantos.
Mientras salía del vagón, miré por última vez a aquella chica y con aires de superioridad y sabiéndola recelosa de mi, le lancé un ¡Desinhíbete, amargada!, dejando que las puertas se cerrasen tras de mí, abandonando allí la pasión y enfilando el andén para afrontar con firmeza el día, la semana, mi vida.