sábado, marzo 25, 2017

entrada número veinticinco

La arquitectura no es bonita.

Con orgullo puedo decir algo y fuerte que soy Arquitecta. Construyo edificios o por lo menos ahora mismo intento aprender cómo construirlos con altas esperanzas de que en el futuro todos mis conocimientos incrementen y vayan a más. Siempre a más. Me apasiona la arquitectura. Me gusta hablar de lo que sé, de lo que yo conozco, de mi oficio. Y la arquitectura no es 'bonita'. Pensaréis que me equivoco, que hay miles de edificios preciosos, que solo hay que bajar por Gran Vía dando un paseo solitario y mirar hacia arriba para dejarnos sorprender por la majestuosidad de muchas cornisas y tejados del cielo de Madrid. Pero la arquitectura no es bonita, no es 'chula'. Viajar, ver cuatro edificios y fotografiarlos, no es arquitectura. Ver una imagen de un proyecto y decir que te transmite 'algo', que te gusta, no es arquitectura.

La arquitectura es construcción, es el oficio del que sabe cómo se encajan unas cosas con otras y al final sale un edificio. Decía mi antiguo jefe que la arquitectura es como cocinar. Puede llegar cualquiera, liarse la manta a la cabeza y empezar a echar en la olla a presión un poco de sal, otro poco de pimienta, especias por un tubo y pum! ya tiene un plato. Fácil. Pero luego están los maestros cocineros, los chefs. Ellos saben exactamente cuánta sal, qué pimienta, que especias descartar y el plato que sale es EL plato. Lo mismo pasa con la arquitectura. No todo el mundo es bueno, no todo el mundo sabe. Por eso, cuando tengo la grandísima suerte de trabajar con gente que sabe la cantidad precisa de sal que hay que echar en cada plato me quedo fascinada, disfruto y escucho. Y hasta pienso que quizás me esté viendo reflejada en mi yo del futuro y algún día yo también sea una persona diligente, con conocimientos que me permitan gestionar y encauzar la construcción de un edificio. 

A lo que iba, la arquitectura no es bonita. Reflexionaba ayer en una visita de obra que la gente no tiene ni idea. Y es normal. De un edificio, se quedan con lo de fuera, con lo que se ve. Lógico. Ven una fachada y les parece preciosa, pero sólo están viendo el conjunto, se quedan en la superficie, probablemente no sean capaces de entender los detalles, los matices, el por qué las cosas están hechas de esa manera y no de otra. Y desde luego, no conocen las tripas. La arquitectura es sucia, polvorienta, te reseca las manos. Es húmeda y oscura, a veces claustrofóbica. ¡Ah! Y huele mal, fatal. Cuánto más te acerques al pozo de saneamiento, peor huele la arquitectura. Es muy desordenada, siempre rozando los límites del caos y obligándote a que lidies con ella de forma ágil y muy muy precisa. La arquitectura es problemática, plantea obstáculos cada medio minuto que sólo los más expertos son capaces de saltar con éxito. La arquitectura es sacrificada, mucho, está mal remunerada y aún así, es de las profesiones donde más veo que existe una dedicación vocacional, pasional. La arquitectura no será bonita, pero es una forma de vivir, de entender el mundo, las calles, las aceras, la ubicación de los árboles, las formas, los salientes, los remates, las tabicas, el encintado de pladur, las catas, la junta de un milímetro, el ignifugado de las estructuras metálicas, las placas foc... Esto sí es arquitectura. Y se que no todo el mundo lo entiende. Por eso los arquitectos creamos fachadas 'bonitas', envolvemos con telones los edificios donde ha imperado el caos para que la gente los vea desde fuera, los fotografíe y experimente una conexión mágica con la arquitectura. 

Mirad los detalles, fijaos en las pequeñas cosas, allí donde reside la verdadera dedicación, las horas de quebraderos de cabeza y decisiones de última hora. Mirad con detenimiento las molduras del techo, la forja de las barandillas, las carpinterías y sus canaladuras. Hacedlo y preguntad a alguien que sepa y os lo explique. 

Yo lo hago.
Todo el rato.
Porque es ahí donde se asienta la arquitectura
la de verdad.

sábado, marzo 11, 2017

entrada número veinticuatro

Mi abuela era lo más. 

No era la típica abuela. No sabía cocinar, ni nos hacía bizcochos o tartas de limón. No nos daba la razón ni nos consentía los caprichos. Nos reñía y nos prohibía ver pornografía por las noches. Lo primero que hacía por las mañanas era revolverle el café a Padre, y lo defendía más que a su propia hija. Si no me acababa el zumo, ya se lo bebía ella. Mezclaba sopa con patatas y comía por dos. 

Mi abuela no era la típica abuela de cuento que vivía en su casita. Era maestra, de las de antes, de las de escuela. Y enseñaba con esmero. Con dos años me enseñó las horas del reloj de Mickey Mouse. Con tres años ya leía, gracias a ella, y no cualquier cosa. Me enseñaba poesía, de Gloria Fuertes. Leíamos 'Los Cinco' y sobre todo, teatro. Ella leía un personaje y Hermana y yo los más chulos. 

Te hacía siempre compañía. Jugábamos al parchís, a la brisca y a la escoba. Un verano intentó enseñarme punto de cruz, pero el don solo lo tenía ella. Nos llevaba de paseo, aguantaba nuestras quejas y nos recompensaba con hamburguesas. Y por las noches nos ponía de pixín hasta que se nos saliese por las orejas. 

Se reía mucho, siempre con la je. Le gustaba llevar la contraria y opinar de lo que no sabía, sobre todo de fútbol. Hablaba con cualquier concursante de la tele y siempre nos llamaba vida.

Mi abuela no sería la típica abuela poseedora de una gran fortuna, pero las propinas nos las daba, en bolsitas de detergente y en monedas de dos euros. Y las pagas de verdad en sobres blancos con nuestros nombres escritos con perfecta caligrafía. Aún conservo en mi cajón el último que me pudo dar. 

Leía el periódico por las tardes con tremendo interés, le flipaban las esquelas, y entre telenovela y telenovela se hacía los crucigramas con increíble destreza. Luego nos decía que nosotras no teníamos ni idea, que leyésemos más, '¿no sois tan listas, jeje?'

Poco faltó para que en Gijón le hiciesen entrega de la medalla al reciclaje. Ahora, cuando se me pierde un botón del abrigo, ya nadie me lo cose. La factura del móvil me la tengo que pagar yo y el zumo, me lo bebo entero. 

Mi abuela no sería la típica abuela, pero nos enseñaba, siempre, hasta el final. Sobre todo a que fuésemos buenas personas, como lo fue ella.

Hoy todos la echamos de menos.

domingo, marzo 05, 2017

entrada número veintitrés

Siento profunda y total admiración hacia ese selecto resquicio de sabiduría, perteneciente a los mundialmente conocidos como 'gente' que tras años de duro entrenamiento y muchos esfuerzos físicos y mentales, han desarrollado la fascinante (y envidiable) capacidad de decidir, de forma totalmente impredecible y probablemente injusta, cuándo oh nosotros pobres e ingenuos mundanos, somos dignos de entrar y salir de sus vidas y (esto es lo que más me impacta) cuándo hemos consumido el tiempo que se nos ha sido concedido y es hora de ser desterrados a un lugar peor. He conocido a muchos de estos 'seres únicos' (me resulta acertado llamarlos así). Los conozco bien, porque hubo un tiempo en el que fui bendecida por su caridad altruista y me dejaron entrar, y durante una época fue bonito sentir que yo también caminaba sobre ruedas. Como ellos. Junto a ellos. 

Hay muchos seres únicos. Cada uno que identifique a los suyos propios. Aunque debo decir que es tarea sencilla. Todos actúan de la misma forma. Primero te encandilarán, te ofrecerán sus celestiales manos y tú te agarrarás hasta de sus cuellos, porque los necesitas, ansías ser uno de ellos. Sabes que en cuanto te acepten en su clan, tu mísera vida será distinta. Será superior. Serás especial.

Como en toda ascensión divina, la llegada a ese Olimpo de todopoderosas deidades ha de ser sellada con una ceremonia singular. Cuando yo ascendí, fui consagrada con el elixir universal, ensalzador de la amistad y socorrido refugio de penas y alegrías. Si aceptaba beber de aquella pócima, si estaba dispuesta a entregarme en cuerpo y alma a la práctica habitual de aquella embriagadora sustancia, me dejarían entrar.

Y joder, entré. Estaba totalmente fascinada por su mundo lúdico. Al principio la explosión de diversión hizo que sucumbiese a aquel estilo de vida. En el mundo de los seres únicos solo hay cabida para el desahogo, el divertimento, la farra. Tú te dejas llevar porque has caído bajo el embrujo de aquel mundo mejor. Si surgen los problemas, se ocultan con un chorro de elixir, y si intentas compartirlos, verás cómo son devueltos de nuevo a su lugar, escondidos dentro de tu mundo interior con un simple 'no te rayes (tío)' y otro largo trago del salvador elixir. Para los seres únicos ese tipo de asuntos no son propios del estrato superficial en el que habitan. El tiempo en el mundo de los seres únicos es relativo. Relativo al consumo de ese preciado elixir. Es símbolo de unión, de fidelidad, de pertenencia a la manada. Y con cuanta más mesura se consuma, más derecho tienes a ocupar un lugar entre ellos. Si consigues seguir el ritmo, sobrevives.

Lo que ocurre, desgraciadamente, es que no todos estamos preparados para ocupar de forma permanente nuestro sitio entre ellos. Dentro de ti, algo se empieza a remover y te das cuenta de que ese elixir ya no te lleva a lo más alto. Empiezas a sentirte aburrido, cansado de siempre lo mismo y para colmo, notas cómo tu mundo interior se revuelve cada vez con más brío y hace amagos por salir a la superficie. Y claro, el trastorno que eso te provoca es irracional. ¿Qué haré con mi vida? No puedo querer dejar de ser un ser único, si son lo más. Si nunca podré encontrar nada que sea superior a pertenecer a su manada. Y esa lucha interna resulta agotadora (lucha interna que por cierto solo tienes tú y que no compartes con nadie porque nadie percibirá tu preocupación - trago de elixir).

Y un día despiertas. El día que yo desperté era un día como otro cualquiera en el mundo de los seres únicos. El adorado elixir lo envolvía todo y yo intentaba participar en conversaciones vacías. Pero mi mundo interior apretaba con furia y estaba a punto de salir de mis adentros. Quise retenerlo, una vez más, pero algo había cambiado en mi. Quizás ya para siempre. Por primera vez me aislé de aquellas conversaciones y me detuve a escuchar con detenimiento lo que mi mundo interior tenía que contarme. Me asusté, porque el mensaje que me estaba mandando era que saliese de allí, que huyera, que abandonase el mundo de los seres únicos. Pero, ¿por qué? No era acaso aquello lo mejor a lo que iba a aspirar en mi vida. Acaso no había alcanzado el Olimpo y me había aceptado en aquel mundo de dioses. ¿Por qué irme ahora? Si todo lo que me pudiese encontrar fuera de su mundo lúdico no podría superar lo vivido aquellos años. 

'No estás prestando la suficiente atención
no estás escuchando de la manera adecuada
ésta no es tu manada'

Mientras yo tenía mi lucha interna, los seres únicos me rodeaban despreocupados. Mantenían una de esas conversaciones en la que todos eran conocedores de la verdad más absoluta. Se daban palmaditas en la espalda y se adulaban los unos a los otros. La conversación se traducía en un continuo blablablablablabla. Hice caso a mi mundo interior y decidí escuchar bien. Y entonces desperté. Los blablablablablabla se acababan de transformar en agudos beeebeeeeebeeeeeeee... Joder, por fin entendía todo. Claro que aquella no era mi manada. Cómo podía serlo si la realidad de los seres únicos había sido por fin revelada: eran un auténtico rebaño de borregos.

Entonces me fui. Huí. Me alejé de allí corriendo a toda velocidad, sabiendo que una vez fuera jamás podría volver a entrar. Me daba igual, la borregada ya no era lo mío y en mi huída me transformé en lobo solitario.

Y ahora viene mi parte favorita de esta mi historia y la que provoca la mayor fascinación en mi hacia los seres únicos: me fui y a nadie le importó. Yo no era más que un hueco que pronto conseguirían rellenar en otra ceremonia de ascensión hacia su Olimpo. Nadie se preocupó, nadie me pidió que volviese, nadie se interesó por saber a dónde habría ido a parar. Puede que recibiese algún mensaje vacío de sentimiento que me provocó muchos escalofríos: 'fue un gran ser único; estuvo en lo más alto; me da pena que se haya tenido que marchar'. Condescendencia. Frialdad. Que no te engañen, les das igual. Te has ido y una era ha terminado.

Hasta siempre, seres únicos. Me voy con mi manada de lobos solitarios a enseñaros los colmillos.